Saturday, February 1, 2014

El lector

Estudié bastante mis movimientos esa tarde, porque tenía muchos mandados que hacer y no quería quedarme pegado a última hora en el tráfico de San José.  Además había llovido bastante por esos días, así que valía la pena ir un poco a la segura.

La penúltima parada que tocaba hacer esa tarde era una lectura de poemas en el Centro Cultural español alrededor del Farolito.  Barrio Escalante ya de por sí es un campo minado de recuerdos y fantasmas, así que la verdad no estaba pensando realmente en lo que iba a suceder; las expectativas eran relativamente neutras.  Mi mente estaba en el pasado, en diez, quince, o más años atrás cuando el autor de los poemas, y yo, vivimos eventos normales y observamos imágenes comunes y corrientes, tal vez hasta parecidas.  El tiempo y el campo de juego eran más o menos los mismos, la diferencia es que él documentó esos hechos por escrito.  Y hay algo de endiablado si uno abre un libro y en vez de leer uno ve imágenes, formuladas con el lenguaje que uno mismo usa para pensar, y más aún si uno puede verse presente en esa historia, en esas imágenes, y sobre todo reconocer y reconocerse en el lugar físico de los hechos.  Situaciones imperfectas, feas, tristes, costrosas y con herrumbre.  Aguaceros bíblicos llenando a tope los caños de San Pedro, mientras la gente corre a agarrar el "bus de la U" al final de la tarde con vidrios empañados y grasosos.  Fracasos personales y algunas alegrías que, como casi siempre, son muy cortas.

La lectura era a las 7, y como a las 5.30 yo pasé frente a lo que fuera El Romeral, al volante del microbús VW anaranjado en el que había aprendido a manejar a menos de dos cuadras de ahí, alrededor del parque Francia, muchos años antes.   Ahí estaba el portoncito blanco de rombos que abrí tantas veces, y la línea del tren, cerca de donde nos bajábamos de la bici para poner piedritas y monedas sobre los rieles, cuando había tren y las tardes de enero eran eternas.  La pulpe donde comprábamos bombetas de a colón, y los garajes donde les encendíamos la mecha segundos después de tocar el timbre.  Parece que ahora hay tren otra vez, pero las locomotoras azules pesadísimas ya no están.

"Calle 31 avenida 13" era la dirección de la oficina de arquitectura que se arriesgó a darme mi primer trabajo y donde me quedé por 4 años, récord que se mantiene invicto.  Como nadie llegaba con esas señas, había que agregar "esquina suroeste del Farolito".  Ahora, en lugar del tugurio donde se dibujaron los planos de la Plaza de la Cultura, hay algo que parece un condominio que aspira a parecer Antigua Guatemala.  Obvio.

Frente al Centro Cultural de España, apagué el motor boxer enfriado por aire y durante un minuto oí los ruiditos del metal todavía caliente, pensando que faltaba bastante rato, y estaría bien un café o algo.  La idea del café me llevó unos pasos hacia el norte, pero en la calle principal se impuso que una birra en el Buenos Aires caería de perlas.  Además, pensé, ahí fijo va a estar Chaves.

Hasta mucho después pensé que seguro fue un momento incómodo para él cuando, no más entrar por la puerta este del bar y verlo ahí solo, me le acerqué y le dije "Chaves", como si estuviéramos en el pretil o esperando entrar a un examen de química de los que caían sábado, muchos años antes.  El mae se sobresaltó un poco pero no tanto, a fin de cuentas estábamos en el Buenos Aires. Intercambiamos saludos, y sí, nos habíamos conocido alguna vez, pero él no se acordaba ni tenía por qué.  Sí, nos habíamos mandado un par de emails y una foto que le tomé a una cartelera en Asbury Park anunciando a Dylan. Sí, había algunos hilos comunes, pero no eran suficientes para establecer algo, para llegar al otro lado.  Por lo menos no todavía.  La predisposición a la sospecha y al estudio mutuo -tan de cole privado, tan de Valle Central- fue la que dirigió el comienzo de la conversación, tanteando sitios seguros.  La Tortuguita de antaño, cómo es posible que Nueva Década venda libros con "Opus Dei" en el título, la historia de su casa en Zapote, cómo fui a dar a Nueva York, los libros de Dicent, y Dicent mismo, las micro-editoriales que están saliendo.  Saqué de la bolsa una edición en inglés de "Antwerp" de Bolaño que le compré en Strand, con el precio todavía pegado a manera de sello de denominación de origen (no era para restregarte "mirá lo que invierto en vos").  No sé si le habrá gustado: yo lo compré porque me gusta Bolaño, porque era cortito y porque la edición y el diseño gráfico de la portada se veían buenos.  Y porque como el libro era en inglés y Chaves traduce, tal vez le hacía gracia.  Me lo leí en el avión, es un libro extraño como el soundtrack del Million Dollar Hotel, o como ese encuentro que tuvimos.

Terminadas las Pilsen (te las debo), emprendimos el regreso por la diagonal que pasa frente a la mole sombría de la embajada rusa, donde en otra época siempre se podía ver uno o dos carros alemanes grandes, oscuros y de aspecto ominoso.  Ahora, un Hyundai.

En la puerta del Centro Cultural se empezaba a armar un revuelo, y yo francamente estaba robando cámara: todos querían con Chaves.  Él generosamente me presentó diciendo "éste es A______, un amigo", luego conocí a Mariajo, a las chiquitas y a su familia, y vi de nuevo varias personas de su pasado (y algunas del mío también).  Sin querer estaba de colado en el pequeño escenario que se había formado en la acera, y me imaginé que Mariajo me hacía cara de "ya déjenos en paz, stalker".  Tal vez no fuera el caso, pero yo me vi como el virus invasor de la familia molecular ajena, una especie de anticuerpo hasta nuevo aviso.

Juan Murillo llegó con Eugenia, y Ruth poquito después.  Las enzimas que facilitaron la reacción.  (Después de 20 años o más de no vernos, Juan me dio una copia de su último relato La isla de los muertos, con una dedicatoria bien pensada.  Tipazo).   La sala estaba llena de gente que parecía compartir afinidades, podrían haber sido amiguillos de jugar bola en el barrio y tal vez lo seguían siendo, excepto un carajo que era una mezcla entre Camilo Rodríguez y Otto Guevara.  Yo sé quién es y cómo se llama el personaje, porque me lo han presentado como seis veces al comemierda ese.

La máquina de hacer niebla echó a andar, y nos perdimos en esa atmósfera difusa de un lugar que pudo ser pero no, pero casi.  Esa zona limítrofe entre la línea de alambre de púas y el zacate más verde que hay del otro lado.  Momentos lindísimos como ver a Ariana -qué tendría, seis, siete años?- leer uno de los poemas de su papá.  Luego, un manual de manejo de expectativas vitales resumido en "flash forward".  El teletransporte / inmersión en un mundo interior de la mano de "la nieve, la electricidad", que es lo que veo al asomarme a la ventana hoy, acá en Brooklyn, de noche.

Al final entre saludos se habló de reunirse en un bar en Los Yoses, pero para nosotros la última parada de la noche era otra, una tan importante que ya ni me acuerdo qué hicimos.  Queda el what if y los versos que ya eran parte de la neblina de Escalante. El 8 de agosto del 2012, ese fue el día que conocí al único lector de mi blog.  Salud, Luis.