Friday, May 30, 2014

Oh the irony

Dos links que encontré hace poco, y que ayudan a entender una tendencia generacional para la cual o llegué demasiado tarde, o llegué poco y mal preparado, o ambos.

Conocí al arquetipo del "hipster" en una de sus cunas universales y en uno de sus mejores momentos. En 2002, Williamsburg no era ni siquiera un barrio, era un "sector" de Brooklyn, soñoliento y postindustrial, habitado principalmente por polacos, con carnicerías y tiendas con rótulos en polaco. Había al sureste un sector de Nuyoricans de dominó en la acera, carros con neón, banderas en la ventana y Fania a todo volumen, y un contingente grande y compacto de judíos hasidic al sur.  Desde el principio me fascinaron por un lado la zona y por otro el movimiento invasor que ya tenía unos 4 o 5 años de haber avanzado en el terreno.  Yo estaba ahí en primera fila, y por los siguientes años iba a ser testigo de un proceso que sucede en todas partes pero normalmente toma generaciones, algo parecido a un combate lento y sin sangre, en el que lo que se derrama son lágrimas y dinero.  Pero en ese momento no lo sabía, y sólo era un espectador alucinado.

Primero, el teatro de la guerra.  La zona era cautivante porque era una mezcla rara de casas sencillas y edificios tipo fábrica semiabandonados, algunos grandísimos e imponentes.  Un paraíso para cualquiera con un fetiche por la ruina y la estética de la derelicción, pero a la vez con una atmósfera de potencial inexplotado, de posibilidad.  Algo que no se podía ver pero se sentía, en el herrumbre, en los charcos aceitosos, en paredes con ladrillos rotos y vidrios sucios y quebrados, en grafitos hechos a la carrera y con trazo Schielesco, en los restos de automóviles incendiados que aparecían humeando una mañana cualquiera ahí parqueados en la calle.  Contrastando con el ambiente "bleak", gris y desolado, en el ambiente había una especie de vibración general.

Luego, el contingente invasor me causaba fascinación porque nunca había visto algo así, una especie de tribu urbana que parecía moverse y existir no sólo a pesar de, sino al margen de los espantosos trinquetes financieros y movimientos de capital que ocurrían a escasos 5 kilómetros de allí en Wall Street, al margen de la idea del nivel de ingreso como el determinante de todo.  Esta gente, sin importar de dónde vinieran -casi todos eran gringos, candienses or noreuropeos, y prácticamente todos eran blancos, una que otra asiática aquí y allá-, muchos de ellos parecían conocerse y casi todos compartían un código de conducta.  Llevaban una existencia en apariencia auto-satisfecha, con algo que parecía ser una aspiración principal que todavía no termino de entender, pero creo que lo que buscaban era algo así como inventar una clase social nueva.   Sintetizar y rescatar elementos y valores de otras épocas y otras clases.  Una especie de vuelta al pasado, pero a un pasado que ninguno de ellos vio o conoció de primera, segunda ni tercera mano.  Un pasado rudo pero civilizado, sucio pero educado, reducido a la esencia pero con iphones, estudiadamente herrumbrado.  Ninguno fue nunca leñador, costurera, mecánico, chofer de furgón, artesana o herrero, pero todos querían tal vez serlo y todos, todos querían parecerlo.  Era ver a la generación que creció en una suburbia anónima y lejana, pegada a la teta del Nintendo, tratando de imaginarse a sí misma pobre y creativa, en un proceso de búsqueda urgente, persiguiendo algo como decir la autenticidad.  Lo irónico era que los modelos de autenticidad eran en sí mismos ilusiones y simulacros, algo así como decir el  Marlboro Man de Richard Prince.  A partir de esa búsqueda salieron elaborados dress codes y bicicletas de una marcha, Volvos hechos pedazos, sustancias controladas, cánones estéticos y prácticas de emparejamiento fugaces y convenientes, discos de vinil, bandas de rock oscuras (siempre obligatoria la frase "you've probably never heard of them"), piezas de taxidermia, tatuajes, ennui, la "ironía" y el arte como forma de vida.  El estúpido pero fascinante Cobrasnake y la divina Leigh Lezark, Princess Coldstare.

Pareciera que la ironía, esa destreza fuera del alcance de Cartago, del Opus Dei, de Al Qaeda y del GOP, también puede llegar a ser excesiva.  Está bueno el culantro pero no tanto, y a fin de cuentas la lógica implacable del dinero puso a casi toda esta gente a morder el polvo cuando a finales del 2008 se derrumbaron los mercados y mandaron a este grupo -esencial pero no necesariamente productivo- de vuelta a vivir con sus papás en Ohio, Michigan o de donde fuera que vinieran. En el barrio quedan pocos vestigios, los que supieron ver el signo de los tiempos y darse cuenta de que había que ponerse las pilas. Diner fue y sigue siendo una joya, Union Pool, Two Jakes y algunos más resisten la ola que se siente imparable y que poco a poco ha convertido una zona geográfica, varios colectivos humanos y un juego interesantísimo en algo parecido a una caricatura, un parque de diversiones.  El enlatamiento y pasteurización de la idea del "urban coolness" para consumo masivo de la gente que no tiene ni idea -ni le interesa tenerla- de la historia que hay detrás, del contexto, del combate que se llevó a cabo no hace mucho tiempo.  De todo eso, al igual que una mañana cualquiera de febrero hace diez años, lo que queda es el humo y la carrocería calcinada de un enorme Chevrolet.
Este, de Salon

y este otro del NYT

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